Caminó hasta el borde del mundo, donde el viento soplaba sin resistencia y el suelo parecía desvanecerse en la nada. Había dejado atrás todas las palabras, todas las luchas y todos los nombres que una vez cargaron su existencia.
Al principio, el silencio fue una daga: le recordaba lo que perdió, lo que no fue capaz de sostener. Pero con cada paso hacia el horizonte vacío, el peso de su respiración se volvió más ligero, como si el aire le arrancara las cadenas invisibles que había llevado toda su vida.
Cuando llegó al borde, no había abismo ni respuesta, solo una vasta planicie que se extendía hasta donde los ojos podían imaginar. Allí comprendió: la paz no era un premio ni un refugio, sino el resultado de aceptar que todo lo que había perseguido, odiado o amado, nunca le había pertenecido. Cerró los ojos y dejó que el viento lo llevara.
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ATBASH