Fragmento del capítulo: Abismo

N°12: TAROT

Se dice que hay nombres que no deben pronunciarse.
No porque invoquen.
Sino porque reconocen.
Porque al decirlos, uno se ofrece.
Y ellos ya están escuchando.


No fue por fe. Ni por creencia. Fui al tarot por desesperación. Me arrastré, sucio de lágrimas, con la dignidad hecha trizas. Ella se había ido. Así de simple. Una semana después de que le dijera cuánto la necesitaba. No cuánto la amaba. Cuánto la necesitaba. Y eso… fue todo.

Encontré a Clemente en un segundo piso, arriba de una peluquería donde sonaba bachata a todo volumen. Tenía cara de nada. Ni siniestro, ni sabio, ni misterioso. Era un viejo con mirada cansada, olor a cigarro y dedos manchados de tinta.

—¿Querís que vuelva, cierto?

Asentí. Como un niño.

—Esto no es magia. Es vibración. Tú deseas, y yo ordeno.

Puso un paño rojo sobre la mesa. Sacó cartas, un péndulo, un cuaderno lleno de mierda escrita con plumón. Yo le pasé una foto. Él la giró sin mirarla.

—Di su nombre completo.

Lo dije. Con el alma. Con la herida.

—Y ahora, di lo que querís.

—Que vuelva.
—¿Solo eso?
—Que me necesite.
—Entiendo.

Pasó las páginas de su cuaderno. Un cuaderno viejo, de pasta dura y páginas manchadas. Y en una de ellas, escrito con tinta que parecía carbón molido, un nombre: QAZFAEL.

No lo pronunció en voz alta. Lo susurró. Los ojos se le pusieron vidriosos.
Después dijo que no recordaba haberlo escrito nunca. Yo pensé que era parte del show. Del teatro para idiotas rotos como yo.

Esa noche soñé con ella. Estaba en mi cama, durmiendo. Como si nunca se hubiese ido.

Volvió al tercer día. No por teléfono, no por mensaje. Estaba parada en el portón de mi casa. Vestía la misma ropa con la que se fue. Pero no olía a perfume. Olía a ceniza.

Entró sin hablar. No me miró a los ojos, se sentó. Me tocó la mano. Y dijo:

—No me llames por mi nombre.
—¿Por qué?
—Él escucha.

Esa noche no dormí. Ella sí. O eso parecía.

Yo me desperté a las tres con treinta y tres. Ella estaba sentada en el borde de la cama. Mirándome. No parpadeaba, no respiraba. Solo me observaba.

Cuando me vio despierto, sonrió. No con su sonrisa, con otra. Fría. Rota.

—¿Quién eres? —pregunté.
—La respuesta.
—¿De qué?
—De lo que pediste.

Al día siguiente desapareció.

Y una semana después, la encontraron muerta. Tirada en una plaza, con la boca abierta y los ojos blancos. No había golpes. Ni signos de violencia.
Solo un detalle: La lengua le habían arrancado. Sin sangre.

Volví donde Clemente. Estaba irreconocible. Ojeroso, rascándose la piel.
Tenía marcas en el cuello. Como si algo le hubiese envuelto una cuerda de alambre y tirado. Tiritaba, aunque no hacía frío.

—No debí haberlo dicho. No debí haberlo dicho —repetía.

—¿Qué dijiste?

—El nombre.
—¿Qazfael?

Se le contrajo el cuerpo. Como si le hubieran clavado una aguja en el oído.

—Eso no estaba en el cuaderno. Juro que no lo escribí. Apareció solo.

Y entonces se escuchó un golpe arriba. Fuerte. Como un cuerpo cayendo desde el techo. Clemente palideció.

—Él ya está aquí.

La sombra bajó como un líquido espeso. Era negra. Pero no opaca. Tenía algo adentro, como una cara. Como muchas. Ojos amarillos en cada una de sus caras, bocas sin labios, dientes negros.

Clemente intentó se arrodillo y empezó a recitar salmos. Pero nada cambió. Luego de unos segundos, algo le cerró la garganta desde dentro. Le salieron gusanos de la boca. Se retorció. Y su cuerpo reventó por dentro. Cayó al suelo, flácido como una sábana mojada.

[Continuación recortada por límite de espacio]